Pocos sentimientos laborales hay tan potentes como el de marcharse a casa con la convicción del trabajo bien hecho y el reconocimiento manifiesto de la profesionalidad del trabajador por parte de la clientela. Por su idiosincrasia particular o el estatus percibido, en algunos sectores ese afecto tiene un mayor peso específico que se acrecienta años luz aun con los más mínimos detalles de gratitud hacia el empleado. Puede que uno de los ámbitos más vapuleados en este sentido sea el de la hostelería donde es frecuente encontrar individuos confusos que no atinan a diferenciar entre servicio y servilismo por el simple hecho de ser atendido por un igual, igual, dejando las formas de lado y el respeto escondido en un cajón de casa. También es cierto y en el otro extremo que cuando no es necesario un título o colegiación para ejercer una actividad de cara al público, y con la que está cayendo, hablar de intrusismo tampoco es de recibo moral porque cada uno se gana la vida como buenamente puede. Es más, existen casos a patadas de extraordinarios profesionales que no atesoran diploma alguno y ejercen su labor como el mejor de los mejores, y titulados cum laude que echan a patadas a los clientes con los más excelsos y académicos (des)conocimientos. Y viceversa, si cabe aquí la expresión. Si llevamos al extremo el argumento en ambos sentidos para demostrar la teoría, les diré que está demostrado que ante una falta total de amabilidad o una absoluta carencia de técnica el buen trato pesa muchísimos enteros más que una caña tirada de primer premio de concurso nacional. Porque la caña mal tirada se perdona cuando la intención, la amabilidad y la bondad se perciben sinceras, pero la grosería, las malas caras, las malas contestaciones porque sí… duelen. Y mucho. Más extendido que el gusto por las croquetas, y miren con qué comparo, es el de que nos traten bien. Ese sentir sí que es universal. Es ahí, cuando ambas excelencias se juntan, donde el terreno se torna fértil y fiel con el sano y cordial abono del buen servicio. Tener la certeza de que tus clientes han salido por la puerta pensando «joder, qué amable y qué profesional ha sido. Así da gusto» es un premio impagable. De los de dormir a pierna suelta. Bueno, y sí es pagable.