Hacía tiempo que la tensión política y social no se mascullaba con tantos decibelios. Las vueltas de tuerca que el convicto Carles Puigdemont está dando al acuerdo de investidura de Pedro Sánchez forman parte también de esa caricatura en la que se ha convertido la política nacional, donde la lucha por el poder legitima cualquier proceso por incongruente que sea. Las exigencias de catalanes y vascos para la formación de gobierno en España no son nada nuevo en la historia de la democracia, pero la aplicación 'ad hoc' de la amnistía ha abierto la caja de pandora que ahonda la delicada brecha que genera esta ley, incluso antes de su aprobación.
Junts marca los tiempos de la negociación, mientras el PNV, más agazapado y sibilino, afina su última palabra antes de hincarle el diente al pastel. Un pastel con una factura que tiene pinta de incrementarse de aquí al 27 de noviembre, cuando expira el plazo para que Sánchez se someta al veredicto de la Cámara Baja. Y, lo más importante, ¿quién pagará esta fiesta? Sin duda, todos nosotros. La quita de los 15.000 millones prometida ya a Cataluña del Fondo de Liquidez Autonómica (FLA) es la primera vía de agua, porque con esta medida el Gobierno se verá obligado a sumir cerca de 35.000 millones, aplicando la misma fórmula con el resto de las comunidades deudoras, a las que habrá que sumar las correspondientes demandas de las regiones que se sientan agraviadas por ser ahorradoras o incluso con deuda cero como es el caso de Madrid.
Esto no es otra cosa que hacerse uno mismo trampas al solitario, ya que condonarse deuda a uno mismo, que es lo que haría el Estado, no parece muy sensato desde un punto de vista financiero.
Tampoco ayuda a desenredar el melodrama ni la tensión social las llamadas a la bronca callejera que vemos ante las sedes del PSOE, todo un síntoma de impotencia de quienes las alientan. Pero esto es otro cantar, y no precisamente del mío Cid.