El hartazgo de los ciudadanos hacia sus representantes públicos hace tiempo que entró en el top 10 de las razones del descontento generalizado y, salvo sorpresa, intuyo que ahora mismo estará entre los cinco primeros motivos. La versión más esperpéntica de la clase dirigente predomina en este 2024, recordándonos lo peor de muchos de sus protagonistas.
El hastío es la prueba irrefutable de ese distanciamiento entre la sociedad y los partidos políticos, mientras que los casos de corrupción y la falta de ética y ejemplaridad constituyen la deleznable praxis que mina la confianza de la población civil. Y lo peor es la contrastada percepción de impunidad para los responsables públicos que causan esa profunda indignación.
Son años, décadas incluso, de ver timoratas reacciones ante la opacidad en la gestión de los asuntos públicos. La deseable transparencia se pierde entre reiteradas muestras de clientelismo y privilegios para los de siempre. La desconexión entre ciudadanos y representantes crece y los intereses colectivos quedan muchas veces en un segundo o tercer plano.
Todo lo dicho no deja de ser una peligrosa gasolina que riega la frustración y la apatía de mucha gente. ¿Por qué no cambiar las reglas del juego y modificar la ley electoral que prima a las minorías sobre las decisiones mayoritarias? ¿Por qué no avanzar en un estatuto del ejercicio político y la vocación de servicio público?
El modelo democrático también precisa de reformas profundas si queremos una verdadera justicia social y que quien la haga la pague.
De momento, la factura, ya saben a cargo de quien va.