Hace dos semanas me preguntaba por qué es tan difícil que en Palencia cooperen Diputación y Ayuntamiento. La respuesta se halla en la nula voluntad de diálogo de sus dos máximas responsables, la cual afecta al convenio para la prestación del servicio de bomberos en el alfoz de la capital, y convierte en quimera cualquier propuesta de alianza en aras a la creación de empleo.
Los últimos acuerdos relevantes entre ambas instituciones se dieron en tiempos de Heliodoro Gallego y Enrique Martín. Ninguno era la cabeza visible de su partido, iban un poco por libre, y el mero hecho de que se sentaran a hablar se interpretaba como una suerte de rebeldía ante las direcciones provinciales de PSOE y PP. Encomendaron las negociaciones a dos personas de su máxima confianza, una de ellas Isidoro Fernández Navas, de los mejores políticos que ha dado esta tierra, y se alcanzaron varios pactos que trasladaron la imagen de que Ayuntamiento y Diputación eran capaces de trabajar conjuntamente por los palentinos.
Hoy es impensable. Quizás ni ellas mismas lo sepan, pero Ángeles Armisén y Miriam Andrés comenzaron su andadura pública el mismo día. El 13 de junio de 1999. Van para veinticinco años viviendo para/de la ciudadanía (dejo que el lector elija la preposición más apropiada a cada caso), con lo que en breve celebrarán sus bodas de plata en su indisoluble matrimonio con la política. En ese prolongado período de tiempo han alcanzado la máxima responsabilidad orgánica en sus partidos, y aquí radica parte del problema. Llevan demasiados años poniendo cara en Palencia a la crispación existente a nivel nacional, reproduciendo en ruedas de prensa argumentarios escritos en Ferraz y en Génova, aplicando la ley del embudo, trasladando la idea de que «los míos son los buenos y los otros los malos», y predicando ante los suyos con el ejemplo de que, al enemigo, ni agua. Así es imposible que brote un atisbo de altruismo político entre ellas.
Estos bloqueos institucionales serían menos probables sin este tipo de perfiles políticos, con un código ético que fijara un límite temporal en el desempeño de cargos públicos remunerados, y la incompatibilidad de éstos con el ejercicio de responsabilidades orgánicas en sus partidos. ¡Eso sí que sería regeneración política!