Están ahí todo el año. Lo más importante: también en invierno. Porque el invierno rural es el caso más preocupante de cambio climático, pues dura casi once meses. Y es de alabar -de agradecer- que contemos con buenas gentes que mantienen en pie sus pequeños negocios, con esfuerzo, entrega y… con el respaldo de los moradores. Empresas de servicios básicos, las tiendas de ultramarinos, pescadería, carnicería, estanco, prensa… vayan sumando las que consideren, que hacen que las mimbres de la España Remota -que dice un buen amigo- (Nunca Vaciada) no se vengan abajo. Por supuesto, no tenemos que olvidarnos del bar o el teleclub (que debiera estar subvencionado como de primera necesidad de encuentro, reunión y socialización). Hay que darles las gracias por aguantar los rigores de la resistencia desde la resiliencia. Porque son una verdadera plataforma de desarrollo sostenible, tanto los que están detrás del mostrador como sus clientes, valedores que hacen que el sendero de la vida diaria esté libre de malos augurios, haciendo camino al andar y permitiendo que sus negocios lleguen limpios de polvo y paja a los meses de estío. Y sí, todos ayudan, pero es estratégico reconocer a los que hacen patria chica en las tardes de febrero y en las mañanas de noviembre. Que el espejismo del estío lo llena todo de algarabía (necesaria, vital, reconfortante), pero para llegar ahí (siempre) hay que hacer la travesía del desierto, auténtico reto deportivo que pone a prueba las vigas más consistentes. Y ya se sabe que la madera si no se trata puede tener mal futuro. Cuidemos lo que tenemos cuando somos pocos, dice Tiburcio, única fórmula que permite disfrutar de lo extraordinario cuando somos más. Repartan los aplausos, que son merecidos.