Califiqué en otro artículo a 2024 como 'el año del forajido'. El prófugo ha protagonizado más titulares que nadie y aún gira la expectación en torno a cuándo será visitado en su refugio por el presidente del Gobierno. Nada menos. Pero creo que a 2025 se le podrá denominar 'el año del fiscal'. Conté ayer, sin ánimo exhaustivo, doce portadas de periódicos, de papel y digitales, en las que aparecía Álvaro García Ortiz, fiscal general del Estado, y en todas ellas se anunciaban momentos conflictivos para quien ocupa un lugar relevante en la jerarquía de ese Estado y aparece como garante máximo de la legalidad: en enero o febrero, Álvaro García será probablemente llamado a declarar ante el Supremo, después de que el juez que instruye la causa por presunta revelación de secretos haya hecho comparecer ante él a otras 'figuras secundarias' relacionadas con la 'causa' del novio de la presidenta de la Comunidad de Madrid.
Naturalmente, no puedo, ni debo, pronunciarme a favor o en contra de la presunta inocencia o culpabilidad del fiscal y de quienes presuntamente le ayudaron en la difusión de las actividades fiscales de Alberto González Amador. La verdad es que el compañero sentimental de Isabel Díaz Ayuso, que comenzó declarándose culpable de un delito fiscal a 'negociar' -como muchos otros casos, que deben mantenerse reservados- con la Fiscalía, no ha sido quien, con sus denuncias, ha puesto contra las cuerdas al Estado: serían los propios servidores de ese Estado quienes, en la contienda política menos noble, lo habrían puesto en almoneda.
Ya sé que los intríngulis y vericuetos leguleyos relacionados con la causa en la que se involucra a Álvaro García Ortiz no han calado en la adormecida opinión pública española, que, desengañada y harta, prefiere mirar hacia otro lado cuando de la pureza democrática de la nación se trata: pero lo cierto es que el asunto parece grave, por cuanto, si se demostrase plenamente que las actividades de la Fiscalía General fueron las que señala la acusación, significaría que se han puesto las estructuras del Estado a favor de una lucha política, por lo demás insensata, la del Gobierno central contra la presidenta del Gobierno de la Comunidad de Madrid.
Ya digo que ni quiero ni debo, ni, posiblemente, pueda, inclinarme a favor o en contra de unas culpabilidades a las que una parte de los medios dan por seguras, mientras otra trata de ignorarlas o minimizarlas. Solo sé que el fiscal general jamás puede ser una figura bajo sospecha, que la Fiscalía no puede ser piedra de escándalo -no es García Ortiz el primero en ser puesto en cuestión por su presunta inclinación hacia el Ejecutivo, aunque este me parece el caso de mayor enjundia-. Y que, al final, va a resultar cierto lo que dijo Díaz Ayuso en su mensaje de fin de año: Pedro Sánchez, con su defensa cerrada de Álvaro García Ortiz, "ha decidido unir su futuro al del fiscal general".
Pienso que bien haría el fiscal dimitiendo y ahorrándose los malos tragos que le esperan, y bien haría Sánchez tratando de prescindir, hasta donde legalmente le sea posible, de una personalidad que sin la menor duda acabará dañándole políticamente. Y bien harían las fuerzas políticas poniéndose de acuerdo para reformar ese artículo 124.4 de la Constitución, que indica que ha de ser el Rey, a propuesta del Gobierno, oído el Consejo del Poder Judicial, quien nombre a esta figura. La Fiscalía ha de dejar de depender como lo hace del Ejecutivo si no queremos seguir dañando aún más, con nombramientos y acciones inadecuados, nuestra democracia, en la que la separación de poderes está tan vapuleada.