Las ferias alegrarán a grandes y a chicos. Recuerdo que, Marcelino García Velasco, olvidado, salvo excepciones, pues tiempo y desamor hacen buena pareja, publicó un artículo en un rotativo que comenzaba así: «Yo tengo las ferias de San Antolín, muy atrás, casi en el envés de la ternura, allí donde hace cosecha la alegría. En la ternura puede estallar el milagro floral de la sorpresa. Todo lo que perdura en la memoria entró por la mirada. Nunca desaparece y, un día, sale de ella y vuelve a la vida. Y es vida otra vez. La fiesta de verdad está en la infancia».
Los niños son la fiesta, y quedará en ellos, porque su alegría no es prestada, sino propia y natural. ¿Cómo puede permanecer la que inventan los mayores con sus artilugios ruidosos, cuando no existe la música de la alegría crecida del corazón, cuando el ruido se transforma en bullicio desordenado que tiende al grito zafio, no a la armonía natural? Porque la alegría del niño le nace del asombro de participar, confiado, en un mundo nuevo. Mirar, estar en lo insólito, en lo desconocido, pero familiar, en la participación compartida con otros niños en lo mágico. Cuando un niño siente la alegría en los ojos de otros niños, encuentra un camino para ser recordado mucho más tarde.
Los niños de La Puebla, -Rizarzuela o Estrada- donde yo viví en el 42, se metían en la feria atados al primer carrusel que llegaba al Salón. Mocosos de 10 ó 12 años podíamos dar fe de cómo se alzaba la caseta, se ponían en pie los artefactos en los que solo montaríamos -a lo sumo- una vez sobre sus caballitos que daban vueltas sin llegar más que a la mirada de los padres con quienes habíamos ido a celebrar, a vivir la fiesta. «Mirar, mirar, eso era lo nuestro».