Quien sabe si por falta de previsión; por escasez de presupuesto; por negligencia en la gestión de los ministros de los que Óscar Puente es sucesor o por una combinación de todas ellas, lo cierto es que muchos usuarios del tren tienen la sensación incómoda de que cada vez es menos puntual. De que la frecuentación de este medio de transporte genera saturación sistemática y que los andenes se han convertido en una aglomeración tumultuaria.
Si esto fuera meramente un estado de ánimo podría abordarse con pertechos de seducción, atenciones, carantoñas a la opinión pública. Pero acaba de filtrarse un informe que cifra formalmente en un 20% la pérdida de puntualidad de Renfe en el servicio Madrid-Barcelona, los peores datos de la historia en este trayecto de 15 años de edad. Y puede que los registros de las otras operadoras sean aún peores ya que, al disponer de menos trenes, su capacidad de reacción ante las incidencias es también menor. Otras lineas tienen retrasos similares.
Todo indica que esta crisis de calidad corresponde al mayor uso de las redes por el incremento del número de operadores. Una circunstancia positiva para todo el sistema, paganinis incluidos, siempre que el servicio no pierda excelencia, en concreto la que da el factor puntualidad, el más apreciado por los usuarios.
Los trenes están en peor uso y se desenvuelven en peores condiciones porque su éxito les está perjudicando. Y eso es lo que se debe corregir. Puede que con más mantenimiento, puede que con un reparto de frecuencias e incluso con restricciones si se demostrara que el uso intensivo está siendo la causa de estas anomalías.
Pero la Alta Velocidad no puede perder su timbre de puntualidad porque ésa es la esencia del producto. Y es demasiado frecuente encontrarse con las inevitables averías, sobrevenidos cuyas consecuencias deberíamos asumir con urbanidad. Los trenes empiezan a experimentar los síntomas de una cierta obsolescencia.