Carles Puigdemont quiere ser presidente de la Generalitat y Pedro Sánchez quiere que los diputados de Junts y de ERC apoyen en el Congreso los Presupuestos Generales del Estado para 2025. Que se haga la voluntad de ambos al mismo tiempo es prácticamente imposible.
El factor Illa (un aspirante socialista a la presidencia de la Generalitat que pasaba por allí cuando se cruzaron los apremios de Sánchez con los de Puigdemont), la guerra civil entre las dos fuerzas del independentismo catalán y los inesperados problemas existenciales de una de ellas, ERC, que ahora reniega del acercamiento al PSOE en el pasado reciente, han instalado en los circuitos políticos y mediáticos la admonición de un inevitable bloqueo de la gobernabilidad de Cataluña.
O sea, que vamos hacia una repetición de elecciones catalanas (octubre, octubre) en muy probable coincidencia con unas generales, si antes del 25 de agosto los 20 diputados de ERC en el Parlament no hacen frente común con PSC y Comunes. Si ese intento de Illa, apoyado por Sánchez, resulta fallido, la continuidad del Gobierno central también resultaría imposible, por desconstrucción del pacto de investidura que repuso a Sánchez en la Moncloa hace apenas siete meses.
Entretanto, la política nacional se entretiene en asuntos de menor cuantía que giran sobre el cansino eje verbal que nos remite continuamente a la cruzada del sanchismo contra la ultraderecha. El bucle retrata la debilidad de un presidente que depende de los "fachas" para alimentarse, como el lince ibérico depende de los conejos.
Todo encaja en esa narrativa. Incluida la reyerta de Sánchez con la presidenta de Madrid, Díaz Ayuso, por cuenta de un bocazas llamado Javier Milei. También nos entretiene la noticia de que el Ministerio de Cultura quiere poner fuera de la ley a la Fundación Franco.
Y en este punto uno cree que hasta los "fachas" caben en el siempre hospitalario régimen democrático, lo mismo que los pecadores caben en "la casa del Señor". En algunos casos, con niveles de facturación electoral por encima de la obtenida por demócratas de toda la vida, como Yolanda Díaz o Ione Belarra, al frente de sus respectivas organizaciones.
Son las broncas de la nada, mientras se multiplican los incidentes en el transporte público, crecen las listas de espera en la sanidad pública y aumenta el número de familias en riesgo de pobreza. Broncas inútiles que suponen un absurdo derroche de energías por nuestra autodestructiva propensión a la reyerta.
Como las derivadas del sectarismo aplicado con efecto retroactivo a lo ocurrido en España hace noventa años, pongamos por caso. O los descarados apremios de Sánchez por seguir en el poder en nombre de la histérica cruzada contra la ultraderecha.