En una pequeña y acogedora biblioteca, Martín, un escritor apasionado, pasaba sus días rodeado de textos. Su amor por la literatura era tan profundo que deseaba poder cambiar algunas de las historias más conocidas para darles nuevos finales o explorar caminos no tomados. Una noche, mientras leía un antiguo manuscrito, encontró una pluma dorada con una inscripción que decía: «Conmigo, el prosista se convierte en el creador». Intrigado, Martín tomó la misma y, al tocarla, sintió una extraña energía recorrer su cuerpo. De repente, fue absorbido por el libro que tenía en sus manos y se encontró en el mundo de Don Quijote de la Mancha. Allí, vio al caballero de la triste figura enfrentarse a los molinos de viento. Decidido a ayudar, escribió rápidamente unas líneas con la estilográfica volandera, transformando los molinos en gigantes reales. Don Quijote, sorprendido pero valiente, luchó con destreza y salió victorioso, ganándose el respeto de todos. Así, continuó su viaje literario, entrando en Romeo y Julieta. Al ver a los amantes trágicos, decidió cambiar su mañana y esbozó una escena en la que Romeo recibe la carta de Fray Lorenzo a tiempo. Su siguiente parada fue Moby Dick. Martín observó la obsesión del capitán Ahab y decidió darle una oportunidad de redención. También visitó Orgullo y Prejuicio, donde ayudó a Elizabeth Bennet y Mr. Darcy a superar sus malentendidos mucho antes. De este modo, cada vez que cambiaba una historia, sentía una mezcla de satisfacción y responsabilidad. Sabía que estaba alterando obras maestras, pero también creía que estaba dando a los personajes una nueva congruencia. Sin embargo, con cada cambio, el cosmos literario se volvía más inestable. Las historias comenzaban a entrelazarse de formas inesperadas, creando un caos narrativo. Atormentado, decidió regresar a la biblioteca, pero algo salió mal. La pluma, en lugar de devolverlo a su realidad, lo atrapó en un vórtice de palabras y páginas donde los finales se desvanecían en el aire. Comprendió, con una mezcla de resignación y asombro, que había alterado tanto el tejido de la retórica que ya no había vuelta atrás. Y, aceptando su destino, se convirtió en el guardián de su propio sueño. Según Tiburcio es un bulo gordo.