Queridos lectores, ¡Paz y Bien!
Ser cristianos es caminar en la historia y hacerlo con luces largas. En la sociedad de la inmediatez, del éxito y del consumo, seguir a Jesús supone tomar distancia de la dictadura de lo que marcan las modas y lo políticamente correcto. Y no siempre es fácil reconocer la Palabra de Dios e interpretar qué supone esta para nosotros aquí y ahora. Pasan los siglos y los cristianos una y otra vez podemos volver al Evangelio y al libro de los Hechos de los Apóstoles para inspirar nuestras conductas, actitudes y estilo en aquellas primeras generaciones cristianas.
Y una y otra vez hemos de preguntamos con humildad si realmente vivimos desde Dios, y no sólo si estamos dispuestos a hacer cosas por Él. Porque el pecado supone dejar de ser discípulos y seguidores de Jesucristo y rebajar su fuerza, su novedad. Hay cosas que se nos han pegado a las sandalias en nuestro camino, y necesitamos abordarlas para volver a elegir otra vez de modo genuino quiénes y qué queremos ser. Según Benedicto XVI, los tres cánceres que hemos de curar en nuestras comunidades cristianas son la institucionalización, la falta de fe y la irrelevancia social.
En efecto, la Iglesia es sobre todo un movimiento carismático e itinerante, hombres y mujeres que tienen la experiencia de una Presencia, que les empuja a ser el fermento, el alma del mundo. Y ese es el Reinado de Dios que alumbra la nueva humanidad. Nosotros nos hallamos por tanto en plena transición desde las ollas de carne y pan abundante de Egipto, hacia el umbral de la Tierra que Dios nos promete. La cristiandad como esquema social está en cuidados paliativos, y el nuevo cristianismo está ahora germinando de una manera tan sorprendente como esperanzadora. No muere la Iglesia, no puede hacerlo, el Espíritu está haciéndolo todo nuevo. Muere sólo una manera de ser Iglesia, propia de una sociedad que ya comenzó su declive definitivo a mediados del siglo XX.
Y para que este diagnóstico no sea más que buenos deseos de un obispo, necesitamos todos pararnos y concretar, necesitamos encarnar el Evangelio respondiendo a los signos de los tiempos. La cultura de nuestro tiempo empuja para que nuestras parroquias sean meras expendedoras de sacramentos para consumidores religiosos cada vez más exigentes, para demandadores de sacramentos a la carta.
En Palencia esto aún no se nota tanto, pero allá donde la secularización avanza más, el sistema está al borde del colapso. Y en lugares como Francia, zonas de los USA, Corea, y tantas otras de occidente ya hay signos de renovación en parroquias y comunidades.
Ante este panorama, ¿nos quedaremos perplejos y paralizados? Nada de eso. Hay, como digo, luces que Dios va encendiendo en el mundo y en la Iglesia. Ser católicos hoy implica superar el clericalismo: laicos que son colaboradores de los curas más que corresponsables de la gestión de la Iglesia y presencia en medio del mundo. Superar ese clericalismo supone que los obispos y presbíteros asumamos nuestra vocación, sin sobredimensionarla ni menguarla. Los sacerdotes convocamos y alimentamos al pueblo con la Eucaristía, lo sanamos con el sacramento de la Reconciliación, y lo formamos y acompañamos para la misión. Y los diáconos hacen sacramentalmente presente a Cristo siervo, y los consagrados son la poesía de Dios y el anticipo de la total primacía de Dios en medio del mundo. ¿Y los fieles laicos?
La corresponsabilidad implica que ponemos en primer lugar nuestra vocación bautismal. Todos, hijas e hijos de Dios que estamos llamados a compartir lo que el mismo Señor nos regala. Nada hay que tengamos que no sea un don, un regalo de Dios. Y el tesoro, el tiempo y el talento son por tanto para compartir. No se trata de ayudar al párroco, sino de comprometer esa parte de mi vida que no me pertenece y que en justicia es mi deuda de amor para los hermanos, los de dentro y los de fuera. El lugar propio y primario de los laicos es el mundo. La corresponsabilidad es la base para la sinodalidad.
Termino citando al Papa Francisco: «Recordamos que la finalidad del Sínodo, y por lo tanto de esta consulta, no es producir documentos, sino hacer que germinen sueños, suscitar profecías y visiones, hacer florecer esperanzas, estimular la confianza, vendar heridas, entretejer relaciones, resucitar una aurora de esperanza, aprender unos de otros, y crear un imaginario positivo que ilumine las mentes, enardezca los corazones, dé fuerza a las manos».