El paso del tiempo trae al viejo la certidumbre de unos importantes agujeritos en la memoria. Bueno, el paso del tiempo y la mera biología del envejecimiento. Las volátiles neuronas desaparecen progresivamente desde los veinticinco años, aunque el arsenal es milmillonario. Se hace curioso el primer tipo de agujero memorístico, el de los nombres propios. La imposibilidad de recordar el nombre de alguien pese a saber perfectamente quién es y de qué se lo conoce puede hacer dudar de su verdadera razón. Aquí hay una sutil frontera entre la causa psicológica, es decir, el lapsus freudiano, y la formación de esos agujeros en nuestra memoria. Pero los límites fronterizos desconciertan cuando el olvido de nombres propios se hace generalizado, y no distingue entre los nombres que olvidamos por las mejores razones históricas y los nombres de las personas a quienes no queremos olvidar o nada nos hace pensar en una causa hostil o vengativa. Y a lo que voy, que próximo al asunto de esa memoria selectiva o no, está el de la sensibilidad del viejo. Dice un autor, estudioso de la gerontología, que el viejo, preocupado por su supervivencia, pierde una parte de su sensibilidad, y de ese modo, no le afecta mucho la muerte de los demás, y hasta la de gentes de su entorno amistoso le proporciona una inconfesada satisfacción. Eso explicaría el gusto por la lectura de esquelas, misión primera y cotidiana para algunos al leer el periódico. Aunque me parece más divertida otra interpretación. Si se leen con fruición esas esquelas parece ser que se trata de asegurarse de que uno no es el protagonista. Para otra vez será. No hay agujero en la memoria cuando de evocar el refranero se trata, y así haremos para no precipitarnos en la fantasía de la lectura de la propia esquela, y tomárnoslo con mucha calma, que todo llega, que no por mucho madrugar amanece más temprano.