Se sigue un mismo circuito en cuanto acontece una catástrofe natural o una tragedia accidental.
No en el mismo orden, pero se acude a la exigencia de respuesta inmediata y puntual de los supuestos protectores y evitadores de tragedias que suelen ser las autoridades públicas. También a la bronca entre esas autoritas con acusaciones mutuas de inacción o tardanza o malas decisiones. Por no hablar de los últimos en incorporarse al circo que son los conspiranoicos con su certeza delirante de que todo obedece a un plan, y sin que nos olvidemos de los fundamentalistas que lo atribuyen a nuestro mal comportamiento.
La idea de fondo es que todo percance, todo accidente, toda catástrofe natural se puede evitar. Y que basta con que estemos alerta y sigamos rigurosos protocolos. El delirio cientificista se suma así al rito obsesivo de control absoluto del mundo, no tanto para minimizar riesgos que sería lo inteligente, no, sino por el afán de no interiorizar lo contingente. Ante la imposibilidad de aceptar humildemente lo contingente, y mejorar lo mejorable, el recurso que se propone es convertir al humano en máquina obediente que aplica protocolos.
Pero nada peor que protocolizar la vida. ¿Dónde queda la intuición femenina, el ojo clínico del médico, dónde el olfato del emprendedor y del inventor, dónde la chispa creadora del artista? Queda muerto en manos de programas artificiales inteligentes y sin aparente riesgo alguno de contingencia indeseada. Queda hundido bajo los pasos rígidos del protocolo de turno, que desconoce el sentido inextinguible de lo contingente, del juego azaroso de la naturaleza, siempre imprevisible. Además, por estos lares hispanos las falsas alarmas son muy mal vistas. Y si se quiere prever todo al máximo, obedecer al cálculo probabilístico supondrá alarmar a la población de continuo para que nadie reproche nada.
La naturaleza tiene sus sorpresas imprevisibles. Se sabe. Lo que no debería constituir ya una sorpresa, por sus antecedentes en catástrofes anteriores, lo seguro tras cualquier contingencia es la respuesta inmediata de los de al lado, de los voluntarios, de la gente joven que ha hecho circular un lema genial: sólo (solo) el pueblo salva al pueblo. En medio de la tragedia, cuando aún se desconoce la magnitud y amplitud de la misma, las voces y el ruido no aportan. Qué bien haría el silencio, callar, ayudar, respetar el dolor.