Queridos lectores, ¡paz y bien! Este pasado miércoles, el sacerdote Eduardo de la Hera y un servidor, participábamos en las XXI Jornadas de Estudio y Reflexión de la Universidad Comillas de Madrid. Y el tema era: la Iglesia: identidad, reforma y diálogo. La razón de este título son los 60 años transcurridos desde que el Papa San Pablo VI publicara la carta encíclica Ecclesiam suam. Ésta lleva por subtítulo El mandato de la Iglesia en el mundo contemporáneo. A don Eduardo le habían pedido los organizadores desarrollar la cuestión del diálogo en el seno de la propia Iglesia, y a mí, el diálogo con la humanidad atea y secularizada.
Ahora que el Sínodo avanza en Roma en su siguiente fase, es bueno recordar que el método que el Papa Francisco quiere que sea el de la Iglesia de nuestro tiempo, es el de la conversación en el Espíritu. Es decir, no la mera puesta en común de las opiniones de cada uno, sino la apertura para ser resonadores de lo que el Espíritu Santo desea comunicar a los creyentes. En este punto, el Papa sigue al pie de la letra el estilo de la Eccesiam suam. En el documento de 1964, San Pablo VI sostenía que «el coloquio es, por lo tanto, un modo de ejercitar la misión apostólica; es un arte de comunicación espiritual». Para este año de la oración, un buen propósito puede ser el de recordar lo que pedía el Papa Montini:
1) La claridad ante todo: el diálogo supone y exige la inteligibilidad, es un intercambio de pensamiento, es una invitación al ejercicio de las facultades superiores del hombre; bastaría este solo título para clasificarlo entre los mejores fenómenos de la actividad y cultura humana, y basta esta su exigencia inicial para estimular nuestra diligencia apostólica a que se revisen todas las formas de nuestro lenguaje, para ver si es comprensible, si es popular, si es selecto.
2) Otro carácter es, además, la afabilidad, la que Cristo nos exhortó a aprender de sí mismo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29); el diálogo no es orgulloso, no es hiriente, no es ofensivo. Su autoridad es intrínseca por la verdad que expone, por la caridad que difunde, por el ejemplo que propone; no es un mandato ni una imposición. Es pacífico, evita los modos violentos, es paciente, es generoso.
3) La confianza, tanto en el valor de la propia palabra como en la disposición para acogerla por parte del interlocutor; promueve la familiaridad y la amistad; entrelaza los espíritus en una mutua adhesión a un Bien, que excluye todo fin egoísta.
4) Finalmente, la prudencia pedagógica, que tiene muy en cuenta las condiciones psicológicas y morales del que oye (cf. Mt 7, 6): si es un niño, si es una persona ruda, si no está preparada, si es desconfiada, hostil, y se esfuerza por conocer su sensibilidad y por adaptarse razonablemente y modificar las formas de la propia presentación para no serle molesto e incomprensible.
De cara al diálogo dentro de la Iglesia, cuánto bien puede hacer en nuestras parroquias, hermandades, movimientos y asociaciones cultivar este talante humilde y valiente: el que no es ni piensa como yo, me puede enriquecer y complementar, me puede ayudar a crecer en una actitud de comunión y de búsqueda leal del bien común. No veamos la diversidad en nuestra diócesis como una amenaza, sino como un desafío para repensar nuestras acciones, y purificarlas de todo aquello que haya podido apartarse de cuanto Dios quiere. Necesitamos siempre una renovación e incluso una reforma. Todo lo que no se con-forma con la belleza del rostro de Cristo, habrá que cambiarlo, lo que se aleja del verdadero sentido de la liturgia, de los sacramentos, de la vida concreta es una llamada y motivo para convertirnos al Señor.
Y en cuanto el diálogo con el de fuera, estas cuatro actitudes pueden ir tejiendo una sociedad menos crispada y polarizada en extremos irreconciliables, únicamente capaz de suscitar monólogos alternantes: yo espero con impaciencia a que termines tú, para colocarte mi idea, sin haberme hecho eco de cuanto tú pretendías comunicarme. Usando palabras del cardenal Tolentino de Mendoça: «El diálogo no es un automatismo, sino el esfuerzo pastoral, espiritual y creativo de traducir el mensaje cristiano en imágenes culturalmente legibles, haciéndolo ser anuncio creíble».
Dios espera de los creyentes católicos, de los discípulos y seguidores de Jesús, apertura a Él y también a nuestro mundo.