La reforma del Consejo de Seguridad de la ONU es una de las eternas reivindicaciones de los países y regiones que se quedaron al margen del primer gran reparto de poder tras la Segunda Guerra Mundial, y más en un momento en el que los conflictos desatados en Oriente Próximo y Europa del Este representan un momento crítico para la seguridad global. Aunque existe un aparente consenso acerca de la necesidad de una remodelación, algo de lo que se lleva hablando casi desde la creación de la institución, persisten muchas dudas en cuanto a cómo adaptarla y, sobre todo, quiénes deberían tener más voz y voto en este nuevo escenario.
El organismo, cuyo origen se remonta a 1945, reflejaba la voluntad de los vencedores en la contienda y concedía derecho de veto a Estados Unidos, Rusia, China, Francia y el Reino Unido. Casi cuatro décadas después, el principal órgano ejecutivo de Naciones Unidas solo ha vivido un mínimo lavado de cara, en 1965, cuando amplió de 11 a 15 el número de miembros con la incorporación de cuatro asientos no permanentes.
Desde entonces, el funcionamiento sigue invariable: las cinco naciones fijas y los 10 huecos restantes se renuevan por turnos, cada dos años, en función de un reparto territorial. De esta forma, regiones enteras como América Latina o África siguen sin disponer de palancas de presión en el Consejo, más allá de las que puedan obtener mediante sus alianzas con los países con veto.
La potestad para una hipotética reforma recae en la Asamblea General de la ONU -donde sí están representados los 193 Estados miembro-, que suele dar cabida a las voces que piden cambios en la estructura de las organizaciones internacionales, tanto las políticas como las económicas.
Modificar el Consejo pasa por transformar la Carta de Naciones Unidas, que establece a su vez en el artículo 108 la necesidad de lograr el aval de al menos dos terceras partes de los integrantes de la Asamblea. Un umbral factible pero que implica que también se muestren a favor los cinco miembros permanentes.
Y es que el derecho de veto ha servido en el caso de Rusia para bloquear resoluciones relativas a la ofensiva militar sobre Ucrania y a Estados Unidos para tumbar propuestas referentes a Israel, su principal aliado en Oriente Próximo. La inacción en algunos asuntos clave no solo ha reavivado el debate, sino que también ha desgastado la imagen de la institución.
Sesiones excepcionales
En abril de 2022, en pleno clamor internacional contra el régimen de Vladimir Putin por la invasión desatada en el país vecino, la Asamblea General de la ONU adoptó una resolución que abre la vía a convocar sesiones en caso de que alguna de las cinco potencias decida hacer uso de su derecho de veto. Además, exige a estos territorios que justifiquen los motivos por los que recurren un mecanismo teóricamente excepcional. Pero... ¿cómo?
Durante estos últimos años han surgido propuestas concretas sobre la forma de encarar la reforma y uno de los puntos que más consenso genera es dar más voz a África. Los líderes de dicho continente ya presentaron en 2005 el llamado Consenso de Ezulwini, que plantea otorgar a las naciones dos sillas permanentes y otras cinco rotatorias, en lugar de las tres actuales.
El G-4, un grupo compuesto por Alemania, Japón, la India y Brasil, propuso formalmente hace casi dos décadas la ampliación a 25 miembros, entre ellos dos nuevos escaños fijos, mientras que EEUU también ha abierto la puerta a ampliar la representación africana, con dos asientos inamovibles pero sin derecho de veto, además de conceder a los Estados insulares una representación propia que se vaya alternando.
Rusia y China, por su parte, han rechazado de plano dar más voz a países occidentales, ya que consideran que están sobrerrepresentados. En cambio, sugieren tender la mano a potencias emergentes como Brasil, Sudáfrica o la India, socios junto a ellos en el grupo de los BRICS, que precisamente se reunieron esta misma semana en la localidad rusa de Kazán para presentarse como una alternativa a la hegemonía de Occidente y escenificar que no están aislados.
Sin desigualdades
Mientras, el Grupo Unidos por el Consenso, surgido en la década de los noventa y del que forman parte España, Argentina, Canadá, Colombia, Costa Rica, Italia, Malta, México, Pakistán, Corea del Sur, San Marino y Turquía, aboga por la ampliación, si bien llama a no seguir alimentando «privilegios desiguales». Es decir, que no haya más naciones con capacidad para tumbar por sí solas las propuestas.
De esta forma, prefieren apostar por un órgano «más democrático, responsable, representativo, transparente y efectivo», lejos de «injusticias históricas» y donde haya «una representación ampliada y una mayor voz» para regiones en desarrollo y países pequeños.
En cualquier caso e independientemente de los pasos a dar, lo que resulta evidente es que si Naciones Unidas quiere seguir siendo un garante de la paz, es momento de tomar decisiones.
Y hacer cambios. Porque el mundo actual poco tiene que ver con aquel que surgió tras los hechos de la Segunda Guerra Mundial, cuando la reconstrucción corrió a cargo de unos aliados que, hoy en día, miran en direcciones muy opuestas.