El Tribunal Supremo se ratifica: la malversación no es amnistiable. Ya lo había dictaminado el 1 de julio. Pendiente de un posible "incidente de nulidad" y, posteriormente, un recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. Responde a una forma de interpretar la propia ley de amnistía, fletada por el Congreso el pasado 31 de mayo. Un poco de pedagogía nunca viene mal. Así como la promulgación de las leyes es cosa del Poder Legislativo, su interpretación es un fuero intransferible del Poder Judicial en un régimen de separación de poderes como el nuestro.
En el ecosistema oficial se descifra en clave partidista. Un nuevo golpe a los planes regeneradores de Sánchez. Su gente lo explica con base en un conflicto bajo la línea de flotación. A saber: lo "progre" embarcado en la cruzada contra a una derecha política y culturalmente empoderada como caldo de cultivo de una ultraderecha emergente. Y de ahí los planes de "regeneración democrática" ya plasmados en un confuso borrador pendiente de tramitación y debate en el Congreso.
Y ahora vamos con la onda expansiva de la colisión del espíritu con la letra de una ley, donde el espíritu (de naturaleza política) ha de subordinarse al pronunciamiento de los jueves. Mala noticia para el recosido del pacto de investidura que colocó a Pedro Sánchez en el palacio de la Moncloa. Es un contratiempo añadido a los que ya arrastran las dos fuerzas políticas decisivas de dicho pacto, pues sus respectivos líderes (pendientes de sus respectivos congresos, es verdad) resultan afectados. La doctrina del TS, que excluye de la amnistía el delito de malversación, alcanza tanto al itinerante Puigdemont (7 diputados de JxC) como al provisionalmente dimitido, Junquera (7 diputados de ERC).
El relato de estas fuerzas del independentismo catalán, nunca desmentidas por los centros de poder del Gobierno y PSOE, ven al Estado "represor" y los jueces "prevaricadores" como fuerzas antidemocráticas. En la misma dirección soplan los vientos de la Moncloa contra jueces y periodistas desafectos, fabricantes de fango y difusores de bulos, a los que también hay que combatir en nombre de la regeneración.
Sánchez descubrió la importancia del desafío cuando la víctima de la "degeneración democrática" fue su esposa, Begoña Gómez. Y de ahí la enorme desproporción, la bárbara desproporción en la que incurrió cuando amenazó con dimitir, afectado como estaba por el acoso político-mediático-judicial contra su esposa. Me refiero, claro está, a la desproporción entre un contratiempo emocional y la amenaza de romper su pacto con el pueblo soberano. Es verdad que necesitamos un baño de regeneración ética.
El vector patológico vive en el hecho de que Sánchez y el PSOE oficial crean que son otros los que necesitan ese baño.