Mercedes de la Rosa, un interesante artículo en El Semanal de El País. Atando hilos, no de seda, sino de ayuda mutua, compañerismo, buena vecindad, me vino a la mente que, desde antiguo, lo observé y aprendí en mi familia: cuando alguien no sabía hacer alguna cosa, preguntaba y encontraba a otra persona dispuesta a ayudarle en ese cometido y la sacaba del apuro. Comprobé que la prestación era, de inmediato, pagada con algo, de calidad o en especie que, también podía serlo, pero en todo caso, las dos personas quedaban satisfechas. La comunicación era fluida. Hoy, cada uno en su casa, Dios en la de todos y, a veces, hasta sin Dios, pues -aunque no ocupa- puede hacer pensar y cuanto menos se piense, ¿mejor?
En la residencia Puente de Hierro recogen firmas. Pedí a la Junta de Castilla y León y al Ayuntamiento que solucionen el problema de mal acceso para salir -con sillas de ruedas- y dar un paseo por nuestra calle Mayor, larga y hermosa. Decía Santiago Amón y asentía M. García Velasco, que llegaba hasta Valladolid. Quienes viven en la residencia, felices con llegar a correos. Pero no pueden por cómo está ese pequeño espacio lleno de toboganes que, en un descuido, la silla sale brincando para ganar la carrera hacia abajo pero se planta fija cuando hay que empujarla en sentido contrario.
A mi madre, una señora, Jenara, en Valladolid, le enseñó a hacer mantecados. Mi madre ponía los materiales: buen aceite de la Sierra de Gata, manteca, harina, azúcar, huevos, canela y una copita o dos de anís. Jenara, su sabiduría dulceril, Se cocían en el horno casero de pereruela que el marido, albañil, había construido al lado de la casita, también hecha por él y un hermano en el barrio de San Isidro. Lo que sacaban se repartía a medias. Mi padre cuidaba de las hijas. Cercana la noche, cruzábamos las vías para que mi padre ayudase a llevar el balde de dos asas llenito de aquello exquisitos mantecados. Por supuesto, las vecinas salían a verlos y mi madre levantaba con orgullos aquella sábana de nieve con la que venía cubierto. Era la semana en que el domingo, contaba seis años, haría la primera comunión. Y los vecinos subían a casa para tomar mantecados. Los padres, además, su copita de orujo, que pa eso son hombres decía Jenara.