Espero que nadie se sienta escandalizado si digo que nuestro Parlamento no representa exactamente, ni cualitativa ni cuantitativamente, a los cuarenta y ocho millones de españoles que en el mundo somos. Una normativa electoral discriminatoria y desigual hace que formaciones minoritarias, sobre todo nacionalistas, tengan un peso y una influencia que en ocasiones, como ahora, son desmesurados. Y es así, con este patente desequilibrio, como esta semana comienza una nueva Legislatura, que va a ser muy importante para nuestro futuro: con partidos que abominan del Estado teniendo, sin embargo, un peso decisivo en la configuración de la democracia de la nación.
Cuando, este miércoles, se inaugure solemnemente la Legislatura, sospecho que veremos, de nuevo, el rostro severo de un Rey a quien, lógicamente, gusta poco el entramado de alianzas que sustenta un Gobierno, por lo demás perfectamente legítimo, que se estrena ahora nuevamente bajo la presidencia de Pedro Sánchez y con alianzas que hace cuatro meses hubiesen sido impensables. La ley de la amnistía será el primer campo de batalla entre las dos fracciones en las que se divide no solo la sede del Legislativo, sino un país convulso en general, que parece en ocasiones confiar más en las manifestaciones en la calle que en el debate ordenado y sereno --que por ahora no existe-- en las cámaras Baja y Alta.
Pero sospecho que van a ser muchos más que la amnistía los temas que crispen a esta sociedad no del todo, ya digo, representada por su llamada clase política: si nadie lo remedia, que deberían remediarlo, vamos a vivir bastantes meses de confrontación sin paliativos entre dos maneras cada vez más diferentes de concebir España, precisamente cuando un mundo en cambio profundo necesitaría de un concurso mucho más completo entre las fuerzas que aspiran a ejercer esa hoy mínima representación de la ciudadanía.
Escribo, lo reconozco, desde el desaliento, sintiéndome poco identificado con esos partidos que se hallan en constante reestructuración --todos ellos, PP, PNV, Junts, Esquerra, Bildu, la propia Sumar, excepto la formación gobernante, artificialmente cohesionada por el ejercicio de la gobernación--, en busca de ocupar mayores parcelas de influencia y de poder. Es evidente que hay que cambiar las formas de gobernar y de la representación política, dotándolas de una mucho mayor transparencia: ni una rueda de prensa más sin admitir preguntas y hasta repreguntas, ni un a sola falsedad más en los argumentos, ni una ocultación más de hechos que serían legalmente reprobables. Ni una tolerancia más ante afirmaciones cínicas como que 'la necesidad hace virtud'; en política, la virtud son los principios consagrados en las leyes, no la necesidad de ocupar parcelas de poder.
¿Lograremos, entre todos, superar esta mala racha en esta Legislatura que ahora se estrena, acaso la más extraña que, por sus orígenes y su desarrollo, hayamos vivido jamás? Creo, por el contrario, que hemos de contemplar hemos insólitos, que serán muy polémicos, sin que exista enfrente una sociedad civil lo suficientemente ordenada para enfrentarlos y encauzarlos. Y no, las manifestaciones en la calle nunca son, a mi entender, sino un legítimo desahogo o, como la de este domingo, un plebiscito de aplausos, pero no pueden ser el elemento de presión que cambie las cosas. Contraponer la calle al Parlamento es, simplemente, otra aberración frente a lo que debería ser una democracia mucho más avanzada.