El año no pudo empezar peor para la Casa del Rey y también para la Casa Real, que ya se sabe que no son la misma cosa. De entrada, el sempiterno secretario de las Infantas, Carlos García Revenga, quedó imputado por un oscuro caso de tráfico de influencias que rápidamente afectó al entonces marido de Doña Cristina, Iñaki Urdangarín y de paso y al final, a la propia hija del Rey Don Juan Carlos. Y es que en efecto, el juez Castro de Mallorca, sectario con las amapolas rojas, se creyó en la necesidad de derribar él solo y aplicando una Justicia más que discutible, la propia Monarquía. Casi lo consigue, pero se debió quedar frustrado en el trance porque Castro años después se presentó como candidato comunista de Podemos. Lo cierto es que la Infanta también quedó manchada por el susodicho magistrado que sin embargo fue desautorizado por la misma Fiscalía Anticorrupción y por ende por el Tribunal Superior que declaró a Doña Cristina libre de todo dolo. Pero la Monarquía sufrió mucho como tal institución, de tal forma que en abril de ese ejercicio una encuesta oficial denunciaba que solo el 3,68 por ciento de los españoles deseaban continuar con esa forma de Estado. Una verdadera catástrofe en una España en que tampoco el partido gobernante, el Popular, se libraba de la quema. Los periódicos nacionales, y no precisamente los de la derecha, empezaron a ocuparse de sus números, a cuenta de las informaciones que les iba suministrando un tesorero desleal, un tal Bárcenas que, probablemente despechado, se lanzó a la vorágine de filtrar documentos, algunos de los cuales encerraban la posibilidad de los sobresueldos que hipotéticamente estaban cobrando los dirigentes de la formación política.
La bola no hizo más que engordar hasta que el propio presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, se inventó una fórmula inédita para dirigirse al país, el plasma que no admitía preguntas comprometidas, y prometió a España entera que «nunca he cobrado, ni yo, ni nadie en el PP, sobresueldo alguno». No remitió la alteración social por estas revelaciones, Bárcenas visitó por primera la cárcel y desde la madrileña sita en Soto del Real se dedicó a amenazar por aquí, por acá y por acullá.
El país asistía entre sobresaltado e indignado a aquellas denuncias que no dejaba títere con cabeza. La siguiente entidad afectada fue la Generalidad de Cataluña que aún gobernaba, con mano de hierro, Jordi Pujol. Resultó que los hijos le salieron rana o, mejor dicho, imitaron al padre a la hora de esconder ganancias, y uno de ellos, Oriol, secretario general de Convergencia, se las tuvo que ver con el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña porque él y la formación que regía habían hecho de su capa un sayo con unas practicas mafiosas que regaron de euros los monederos de los propios, Convergencia, y los asociados, todos los hermanos de la saga Pujol. A todo esto, sucedió a la sazón algo curioso: el Rey Don Juan Carlos se vio en la obligación de tomar las riendas y, en un discurso navideño que es mejor olvidar, pidió, casi con humildad, el desarrollo de un ejemplaridad que evidentemente le era muy ajena.
Este era un país además atribulado que, ya en el mes de abril, recibió una noticia impactante: el Instituto Nacional de Estadística rebeló que en España se registraban algo más de seis millones de desempleados, el 27,6 por ciento de la población estaba en paro. Las grandes cifras nos golpeaban mes a mes en un ambiente de desesperanza porque las medidas brutales (subida de impuestos, recortes varios) que había emprendido el Gobierno de Rajoy no surtían efecto inmediato. En julio nos enteramos que ya habíamos entrado en la recesión más amplia desde la muerte en 1975 de Franco; ocho trimestres seguidos a la baja con una deuda que se soportaba a duras penas y un déficit público que lastraba toda la iniciativa de reconstrucción. Encima, y a mayor abundamiento, el país se introducía en grandes polémicas morales que no ayudaban nada a la paz. El aborto, por ejemplo. El ministro de Justicia, Ruiz Gallardón se hizo cargo de la revisión de la permisiva Ley de Zapatero, limitó la legalidad a solo dos supuestos: las violaciones y los peligros para la salud, y el PP más creyente que le apoyaba constató que su Gobierno no estaba en la necesidad de apoyarle. Otra convulsión más que añadir a las relatadas.
Y a las que llegaban por todos los puntos y a borbotones. Básicamente desde Cataluña y el País Vasco. En el antiguo Principado se celebró una descomunal Diada en la que una cadena humana de no menos de un millón de vecinos se apelotonó para reivindicar sin ambages el derecho a decidir de la región; era solo un anticipo de la rebelión, sedición incluida, que apareció unos años más tarde. El PSC, la franquicia del PSOE se sumó irresponsablemente a la fiesta y junto con Convergencia, Esquerra Republicana y toda la banda de secesionistas más o menos agresivos, votaron en el Parlamento autónomo una propuesta que señalaba la intención de «los ciudadanos de decidir su futuro». Eso ocurría en Cataluña mientras los separatistas violentos vascos viajaban a la conquista de Pamplona para asentar allí la gran reivindicación de Euskal Herria (siete en una, departamentos franceses añadidos) y de paso festejar el nacimiento de Sortu, la organización nacida para heredar a Herri Batasuna, o a Batasuna a secas.
El PSOE, tan de plastilina siempre a la hora de definir sus designios territoriales, no acertaba ni una, un agitado como estaba por la estafa más cuantiosa que se haya dado nunca en nuestra democracia: los ERTE, un procedimiento de desvío de dinero público a particulares y sociedades cercanas al partido, que se agrandaba a medida que una juez sevillana rebuscaba en los papel del sindicato UGT. Griñán, que había sustituido a Manuel Chaves en la Presidencia de la Junta de Andalucía, no pudo soportar la presión, cogió la certera, se supone que la suya nada más, y abandonó el sitial para dejárselo a una mocita indocta que había tardado 10 años en licenciarse en Derecho, Susana Díez. El PSOE, en el entreacto de tanto jaleo, se marchó a Granada, y allí en los jardines del Generalife, parió un documento que dijeron con vocación de futuro, que apoyaba la organización federal de España. Aquello duró lo preciso hasta que Rubalcaba, el gerifalte máximo, constató que no servía para nada.
Y aquí, en España, realmente tampoco nos faltaba de nada, esta vez en forma de tragedia colectiva: en julio, un tren a las puertas mismas de Santiago de Compostela, descarriló y en el accidente murieron 79 personas. Aún no sabemos exactamente de quién fue la culpa, aunque parece existir un cierto consenso de que el maquinista fue el culpable por no controlar la velocidad. Como siempre en España, la responsabilidad del maestro armero.
El rescate financiero nos costó en aquella época la friolera de 40 millones de euros, las pensiones se reformaron para ni asimilar sus presuntas subidas al IPC de cada momento, Cáritas declaró que en España había tres millones de personas en situación de pobreza severa, y en medio de tanto aspaviento se aprobó la prisión permanente revisable, que a la postre de permanente no ha tenido nada y por ende tampoco de revisable. Para rematar, Manolo Escobar se fue al cielo con su carro a cuestas y -esto fue así- la televisión estatal ofició sus funerales a los sones del poromponpero. La España cañí que no nos abandona nunca.