Hace tiempo ('Dios es Redondo') Juan Villoro ya dejó escrito que hemos convertido «los estadios en las nuevas catedrales, los jugadores en apóstoles y los árbitros en ángeles del infierno». Los templos se crean o se modernizan, se pintan, se derrumban y crecen sobre sus propias cenizas, se gastan centenares y centenares de millones (cerca de 1.170, aseguran en Madrid, cuesta la remodelación del Bernabéu; 850, dicen en Barcelona, la del Nuevo Camp Nou). Obras faraónicas y carísimas para clubes megalómanos a los que no les vale con ser grandes: tienen que demostrarlo... y que los demás lo veamos.
Pero, ¿de qué sirve una catedral si no la llenas de fieles? O si elevas tanto los precios que los ruidosos de toda la vida no se lo pueden permitir y solo hay sitio para los 'guays' de buena cartera, visitantes esporádicos que pasan por allá y compran entradas a precio de oro, 'nobles' sin mucha devoción ni ganas de mancharse o gritar demasiado por el qué dirán... Estoy exagerando, sí, pero en algún punto del camino decidimos secuestrarle el fútbol al pueblo. No hay más que ver lo que pagamos por verlo en televisión, por tener la camiseta oficial o por cualquier entrada: el pasado martes podías ver el Bayern-Real Madrid desde 19 euros (de pie) a 70 (asiento), con las localidades de lujo a 150 euros. En España, la más barata para el enfrentamiento de vuelta (fondo, cuarto anfiteatro) cuesta 125 euros. Misma eliminatoria.
Y seguro que hay «un ambientazo» el próximo miércoles en el Bernabéu, pero el sentimiento de pertenencia a unos colores nace desde abajo, desde el plan familiar, el de la cuadrilla de barrio. Lo tienen muy claro en Alemania hace tiempo. Lo del 'muro amarillo' de Dortmund, por ejemplo, ¿lo imaginan en algún estadio español? Yo tampoco.